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Las fases del esritor

Bianca Aparicio Vinsonneau • may 11, 2020

Las fases del escritor.

No he podido evitar comparar las fases de esta desescalada con las de la escritura y redactar una especie de manual que bien podría llamarse Fases para escribir una novela (y no morir en el intento)
Te adelanto que he pasado por todas y cada una de ellas.
Y he sobrevivido.

Fase 0: La de la emoción.
¡Oh, tengo una idea maravillosa para un libro! Pero como una idea es solo eso, me paso los siguientes días, semanas, e incluso meses anotando detalles de los personajes, de las tramas, buscando documentación, haciendo escaletas y soñando despierta. 

Fase 1: La de sobrevive como puedas.
Cuando mi cabeza está apunto de estallar y en mi mesa no cabe ni un solo papel más, sé que es el momento de empezar a escribir. Al principio me cuesta un poco, pero llega un momento en que los personajes cogen las riendas y tengo que teclear muy rápido para no perder lo que me van dictando al oído. Ellos no son de carne y hueso, así que no comen ni duermen, y les da igual que yo sí. Me despiertan de noche, me sacan de la ducha, me quitan el hambre... ellos mandan y yo obedezco. Es agotador.

Fase 2: La de las migrañas.
Por fin tengo un borrador entre las manos. También tengo ojeras y un par de kilos menos, pero eso es de culpa de la fase anterior. Ahora toca poner la novela bonita, hacer que todo reluzca. Es decir: revisar, revisar y volver a revisar. Este proceso puede llegar a eternizarse y acabar con la (poca) cordura que me queda. Sin duda, es la fase más peligrosa para la salud mental.

Fase 3: La de esto no se termina nunca.
Todavía falta redactar una buena sinopsis, de esas que obligue al lector a comprar el libro, y que resuma mis 356 páginas a un pequeñísimo párrafo (¡pero si eso es imposible!). También necesitaré una portada atrayente, y hay que buscar ideas, imágenes, colores... Por último no puede faltar la maquetación del manuscrito para poder subirlo a las plataformas. ¿Me dejo algo?

Fase 4: La del pánico.
La más terrible de todas, porque a estas alturas han pasado meses o incluso años. He cuidado de mi criatura como si fuese un hijo. Lo he mimado, lo he querido y lo he odiado. Y lo he parido. Ya está a la venta. Los lectores lo compran, lo leer, y... ¡opinan! La ansiedad es la reina de esta fase, hasta que no empiezan a llegar reseñas positivas no hay quien duerma. 
 
Fácil y sencillo, ¿verdad?
A lo mejor después de leer esto ya no te parecen tan terribles las fases de la desescalada.
Y lo peor (quizá sea lo mejor) de todo, es que esto es un bucle adictivo, y cuando termino estoy deseando volver a empezar.

Por Bianca Aparicio Vinsonneau 27 jul, 2020
Como ya sabes que lo mío son las letras, he pensado que no había mejor forma de decirnos "hasta luego" que haciendo mi propio listado de LIBROS DEL VERANO. La cosa está complicada, porque hay mucho por leer y para todos los gustos, pero yo te he preparado un variado (como si fueran montaditos del bar de la esquina) para acertar con el tuyo. ¡Vamos a ello! 1. PAPEL Y TINTA de María Reig: una mujer luchadora en unos tiempos difíciles son la premisa de esta novela entretenida y emotiva. Y además la autora es una joven promesa que llegará lejos. 2. EL MENTIROSO de Mikel Santiago: si te gusta el thriller y las lecturas con tensión hasta la última página, ni lo dudes, cualquiera de los libros de este autor será un acierto. 3. TIERRA SIN HOMBRES de Inma Chacón: es un precioso libro de mujeres, de secretos familiares, ambientado en la Galicia de principios del siglo pasado que no hay que perderse. ¿Qué te ha parecido? Espero que alguna de mis propuestas haya llamado tu atención, y si no, que al menos te haya animado a encontrar tu propio LIBRO DEL VERANO. 4. LA SOSPECHA DE SOFÍA de Paloma Sánchez-Garnica: con el trasfondo de la guerra fría se desarrolla esta historia absorbente y fascinante de intrigas donde no todo es lo que parece. Muy recomendable, como todo lo que escribe Paloma. 5. CIEN AÑOS DE SOLEDAD de Gabriel García Márquez: no podía faltar un clásico y elijo este porque si no lo has leído debes hacerlo, y si ya lo has hecho, siempre es un buen momento para releerlo. ¿Qué te ha parecido? Espero que alguna de mis propuestas haya llamado tu atención, y si no, que al menos te haya animado a encontrar tu propio LIBRO DEL VERANO.
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 20 jul, 2020
Casi siempre te hablo del pasado, lo sé. Pero hoy, aunque sea para llevarme la contraria a mí misma, vengo a hablarte del futuro. Me divierte mirar hacia atrás y, con lo que sé ahora, preguntarme qué cara pondría si en tal o cual momento me hubieran dejado ver el futuro por el agujero de una cerradura. Por ejemplo, si hace un año alguien me hubiera enseñado una foto de todo el mundo (yo incuída) con mascarilla... imagino que se me hubiera quedado cara de pasmo, como poco. Y me hubiera hecho mil preguntas, claro. Todas sin respuesta. Como debe ser. Porque del futuro se dice que es incierto, y si te soy sincera a mí me gusta que sea así. No querría que nadie me chafara la sorpresa de lo que está por venir. Y eso que a mí no me gustan las sorpresas, pero esta debe ser la excepción. Y, dado que los viajes en el tiempo son meras fantasías por el momento, hoy vengo a proponerte una alternativa al alcance de cualquiera. ¡Una carta a tu yo del futuro! Puedes hacerlo en papel, como toda la vida, y dentro de uno, dos, o los años que tú decidas, abrir el sobre. Otra opción es hacerlo de manera digital, a través de una página como esta, de modo que te llegará automáticamente por email dentro del plazo que tú elijas. La idea consiste en escribirte cómo te sientes hoy, cómo esperas estar cuando recibas la carta, tus sueños, tus inquietudes... todo vale. Al fin y al cabo, tú eres el remitente y también serás el destinatario. ¿Qué me dices? ¿Te animas a probarlo? Te prometo que será (al menos), una experiencia curiosa. Yo estoy deseando escribirme... y sobre todo leerme.
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 13 jul, 2020
Hace una semana que murió el gran Ennio Morricone. La primera vez que supe de él yo tenía diez años y estaba en 5º de E.G.B. La cosa fue que a principio de curso aparecieron por clase un par de chicas de la escuela de música para hacernos una demostración. Una de ellas me conquistó con la melodía de la Pantera Rosa al clarinete y la otra no recuerdo qué pero sí sé que fue con la trompeta. Al final, con el alumnado venido arriba, la clarinetista preguntó cuántos nos queríamos apuntar a sus clases. Y se levantaron muchas manos. Cuando la de la trompeta preguntó lo mismo, no la levantó nadie... pobre. Resumiendo. Yo, que siempre he sido una entusiasta, llegué a casa anunciando que quería apuntarme a clases de clarinete. Y mis padres, que siempre me han apoyado en mi entusiasmo (gracias), me apuntaron. Acababan de inaugurar la escuela de música del pueblo. Era poco más que un recibidor grande y un par de salas más pequeñas: una para los instrumentos, y la otra para el solfeo. ¡Ay, el solfeo! Nadie me había avisado de que para tocar la Pantera Rosa con el clarinete estaba obligada a pasar dos tediosas horas por semana sentada frente a una partitura, o lo que yo veía entonces: un folio salpicado de manchurrones sin sentido alguno. Como me había apuntado al curso ya empezado, todo el grupo sabía lo que eran las notas menos yo. Pero me lo callé, ojo. Y estuve varios meses cantando notas, una tras otra, mientras movía el brazo en el aire en forma de cruz, sin tener ni idea de lo que hacía. El truco era sencillo. Solo tenía que esperar unas milésimas de segundo, lo justo para que el resto de compañeros empezaran a pronunciar la nota de turno y yo arrancarme detrás, como un eco. De modo que si yo captaba la vibración de una "M", ya sabía que tenía que gritar "Mi" a voz en cuello. Si asomaba una "F", yo acompañaba rápida con el "Fa". La única dificultad era la "S", que podía ser "Sol" o "Si" y requería de más atención que el resto. La verdad es que estuve así bastante tiempo, sin que nadie se diera cuenta de que no sabía leer partituras. Hasta que un día, de tanto repetirlas, las notas empezaron a relacionarse por sí solas en mi mente con esos nombres que yo repetía como un loro. Y así fue cómo aprendí a leer la música casi por osmosis. El clarinete (que era por lo que yo me había apuntado en realidad) era otro asunto difícil. Porque había un par para todos los alumnos, lo que significaba que apenas podíamos disfrutar de ellos unos minutos. La profesora nos dio permiso para que nos los lleváramos a casa para practicar, pero el problema era el mismo: muchos niños para pocos clarinetes, así que nos tocaba una vez cada dos meses, más o menos. Por eso el segundo año mis padres (gracias, otra vez)... ¡me regalaron mi propio clarinete! Ahora bien, cuando me lo entregaron, lo hicieron con una condición. Querían que aprendiera a tocar la canción de una película. ¿Qué película era? Pues La Misión. Y la canción no era otra que la maravillosa banda sonora creada por Morricone. La dejo por aquí para que la puedas disfrutar: ESCUCHA Bueno, llegados a este punto me veo obligada a confesarte que jamás aprendí a tocar la canción prometida. Ni tampoco la de la Pantera Rosa, que era mi mayor y secreto anhelo. La verdad es que el nivel que alcancé no alcanzó ni para lo uno ni para lo otro. Y esa reflexión me ha llevado a recordar otras promesas que hice y jamás cumplí. Como la que acordé con mi abuela cuando mi madre estaba embarazada por segunda vez, de hacer la procesión de la Santa Faz si mi hermano nacía bien. No, nunca he ido a ver a la Santa Faz y a pesar de ello, mi hermano nació con todos los dedos de las manos y de los pies. O la de hacer un trabajo sobre Aristóteles o Kant (no recuerdo ahora cuál) a cambio de que el profesor de filosofía me subiera medio punto la nota y alcanzar el sobresaliente en esa época previa a la selectividad en la que cada décima contaba. Por supuesto, tampoco entregué nunca aquel trabajo, y eso que yo tuve mi sobresaliente. Si esto fuera un cuento y hubiera que extraer una moraleja, me temo que no sería demasiado buena. O al menos yo no saldría muy bien parada. Pero os prometo que intento cumplir con (casi) todo lo que me comprometo. Aunque, visto lo visto, tal vez no deberías tener muy en cuenta mi promesa. ¿O sí?
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 06 jul, 2020
Un viaje siempre es una aventura. Da igual que sea a la otra punta de la provincia, del país, o del mundo, porque el simple hecho de salir de casa ya es toda una victoria sobre esas rutinas nuestras con tendencia a enquistarse. Estar donde siempre, haciendo lo de siempre está bien. Pero acaba haciendo que las raíces que a todos nos crecen en las plantes de los pies se aferren con demasiada terquedad al suelo y, así, movernos cada vez cuesta más. Por eso intento moverme de vez en cuando. Procuro sacudirme la pereza de encima y asomar la nariz al exterior de mi cueva de escritora. Así que este fin de semana nos hemos ido a pasar un par de noches fuera, sin planes ni nada decidido. Solos los tres: Luis, Kira y yo. Con el único propósito de hacer algo diferente. El destino elegido fue la provincia de Segovia. Y acordamos hacer el viaje sin hoteles ni nada que nos coartara esa sensación de libertad que andábamos buscando. Solo con una tienda de campaña de esas que lanzas al aire y se montan solas, y una neverita de playa con la comida y otra con la bebida. Suena bien, ¿verdad? ¿O tal vez un poco temerario? Pues os diré que ha sido una experiencia increíble. Me he sentido como una niña en el día de Reyes. Cada lugar por el que pasábamos, cada pueblo por descubrir, cada rincón donde montar nuestra pequeña casa ambulante... era una nueva y fabulosa emoción. Pero claro, todo yin tiene su yan, todo lo que sube, baja; toda cara tiene su cruz... En fin, que han habido muchas cosas buenas, pero también otras que no lo han sido tanto. Así que hoy quiero compartir contigo mi lista de cosas OK y cosas KO de este tipo de viaje improvisado. A ver qué te parece... Las 5 mejores cosas de nuestro viaje han sido: 1) Llegar a un sitio de noche, y no descubrir lo bonito que es hasta el día siguiente con la luz de la mañana. 2) ¡Ver por primera vez cigüeñas! Además de águilas, un buitre y una lechuza. 3) Beber té tibio del termo mirando las estrellas y envuelta en una manta cual kebab porque hace un frío delicioso. 4) Hacer pis entre los pinos, con prisas para que nadie se encuentre con un culo al aire. Y ducharme con un cubo y la toalla tendida de una rama a modo de cortinilla. 5) La sensación de libertad que da poder decidir qué quieres hacer, sin pensar en nada más que en lo que te apetece de verdad. Y darme cuenta de lo poco que necesito en realidad para vivir y ser feliz. Las 5 peores cosas de nuestro viaje han sido: 1) Que por muy lejos que vayamos, siempre hay gente poco respetuosa que deja suciedad o hace ruido sin importarle el resto del mundo. 2) No poder sentarme en la tienda de campaña sin que el techo me tocara la cabeza. 3) El olor a cochinillo asado que inunda las calles de Pedraza. 4) Las cosas que me he perdido por ir atenta a la carretera mientras conducía. Y lo mal que canto las canciones de la radio, aunque eso no es impedimento para que las siga cantando. 5) Que el viaje se haya terminado tan pronto. Como puedes comprobar, la lista de pros supera con creces a la de contras. Por lo menos para mí, lo hace. De todas formas, lo verdaderamente importante es viajar, y no tanto cómo hacerlo. Así que aprovecho para animarte a que en cuanto tengas posibilidad lo hagas, sin importar a dónde ni cuánto tiempo, ni si es organizado o improvisado. Pero hazlo :-)
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 22 jun, 2020
Hay cosas que llegan y lo hacen si pedir permiso. Llegan porque tienen que llegar, nos guste o no. Podemos alegrarnos, o refunfuñar, que da igual. Llegan y punto, así de simple. El verano es una de esas cosas. El verano es el tiempo de buscar la sombra para caminar. Del zumbido de los moscardones durante el día y de los mosquitos por la noche. De un bocado de sandía con una gota rodando por la barbilla. Es el tiempo de los bañadores mojados y las duchas frías para quitarnos la sal. De los días largos y las noches cortas. De las siestas eternas de las que despertar pegajosos y atontados. Es el tiempo de abanicarse con lo que haya a mano y de comer gazpacho De quejarnos del calor y añorar el invierno mientras se escuchan, sin oír, las chicharras. Cada estación tiene su encanto, pero el verano siempre será mi favorita. Siempre igual, y siempre distinto... como las personas.
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 15 jun, 2020
Este es un microrrelato que escribí hace ya varios años, y que es uno de mis favoritos. Te diré que los personajes, Adela y Antonio, son en realidad mis titos y que lo que cuento aquí tiene su parte de verdad. Espero que te guste tanto como a mí. La importancia de las pequeñas cosas —Ay, Antonio… Dije que quería el lado izquierdo. —Vamos, Adela. ¿Qué más te da? —Es que llevo toda la vida durmiendo en el lado izquierdo de la cama y sabes que no me gusta que me cambien las costumbres. —Pero ya no estamos en la cama. —¿Y si me tengo que levantar? —Adela, querida, llevo ocho años aquí y no me he tenido que levantar ni una sola vez. Verás como tú tampoco. —¡Así no voy a encontrar la luz de la mesilla! —No vas a necesitar ninguna luz. Ya te acostumbrarás. —¡Veo que no se te ha quitado esa cabezonería tuya! ¿Tan difícil era dejarme en el nicho de la izquierda? Antonio se armó de paciencia. Sabía que tendrían discusión para toda la eternidad.
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 08 jun, 2020
Déjame contarte mi "teoría de los pasteles". Para ello necesito que visualices el expositor de una pastelería. ¿Ya? Seguro que aparecen ante tus ojos una gran variedad de dulces diferentes, todos apetitosos a simple vista, y solo tú eliges cuáles se van contigo a casa. ¿Ya has hecho tu elección? Perfecto, ahora llega el mejor momento de todos: saborearlos. Y aquí te puede ocurrir que algunos te defrauden y no estén tan ricos como tu creías, y sin embargo otros te sorprendan por lo increíblemente fantásticos que son, ¿verdad? Esto te tiene que haber pasado antes, seguro (como lo de llegar tarde). Pues bien, mi teoría es que las personas son como los pasteles y la vida como una confitería con una oferta infinita. Hay de todos los sabores y para todos los gustos, tan solo hay que saber elegir bien y quedarse con los que hagan bailar de placer a nuestras papilas gustativas. Recientemente uno de esos fantásticos pastelitos que llegó a mi vida casi por sorpresa, me brindó la oportunidad de colaborar en el Magazine de INTREPIDXS, para la agencia Trekking y Aventura. Así fue cómo me animé a escribir un artículo muy personal en el que hablo de cuál fue esa semillita que plantó en mí el hambre de conocer el mundo. Te lo podría resumir por aquí, pero como no va a ser lo mismo, te voy a dejar el enlace para que puedas pasarte a leerlo y me cuentes: LEER. Por cierto, el fantástico pastelito que lo ha hecho posible es una mujer increíble, de esas que luchan por sus sueños y apuestan el todo por el todo. Se llama Ana Cortés y te voy a dejar su Instagram por si te apetece seguir su historia y cómo lo dejó todo para viajar por el mundo en una caravana. Interesante, ¿verdad?
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 01 jun, 2020
Hace no mucho dije algo así como que "no veo necesario parecer aún más trastornada de lo que ya estoy"... Y como soy consciente de cómo suena eso, te ruego que me permitas que me explique algo mejor a fin de salvaguardar (o intentarlo, al menos) mi maltrecha reputación. La culpa de que la gente dé por hecho que tengo algún cable suelto en la cabeza la tienen los caracoles. Sí, sí, esos puñeteros animalitos de los que todos sabemos que son hermafroditas y llevan la casa a cuestas... pues la culpa es toda suya. Resulta que yo he descubierto un rasgo más de esta peculiar especie y voy a compartirlo contigo sin paños calientes: los caracoles son tontos. Mi teoría acerca de la escasa inteligencia de los caracoles se sustenta en que nada más caer cuatro gotas se despierta en ellos un inexplicable instinto suicida. Y justo entonces es cuando yo me comporto como una loca. Ignoro el motivo, pero con la lluvia no se les ocurre otra cosa que arrastrarse a lo loco desde la seguridad de los solares, los descampados, los campos y los parques, hasta la carretera. Y, oye, ahí se quedan, tan tranquilos ellos, con decenas de coches pasándoles a escasos milímetros si tienen suerte... o por encima si no la tienen. ¿Y qué hago yo? Me paro y empiezo a recogerlos uno a uno para devolverlos a los solares, los descampados, los campos y los parques de donde no deberían haberse movido aunque llegara el diluvio universal. Total, que mi paseo con Kira se acaba convirtiendo en una gymkana bajo la tormenta en la que salvar al mayor número posible de caracoles suicidas. Y claro, los vecinos desde sus casas y los conductores desde sus coches observan estupefactos a la loca de los caracoles. De hecho, estoy convencida de que he sido tema de conversación en más de una sobremesa. Reconozco que me daba un poco de vergüenza ponerlo por escrito, pero te había dicho que hoy venía a limpiar mi reputación... y espero que así haya sido. O que por lo menos te haya robado una sonrisa y la próxima vez que veas a los caracoles suicidas bajo la lluvia, te animes a sumarte al bando de los que nos falta un tornillo (o un buen puñado de ellos).
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 26 may, 2020
Hoy es el Día de África. Seguramente haya sido simple coincidencia el hecho de que este año caiga en lunes (día en que tú y yo tenemos nuestra cita virtual), pero permíteme que lo tome como una especie de señal, una excusa para que te hable de cómo hoy hace 12 años, 7 meses y unos pocos días que pisé por primera vez el continente negro... el que me cambió la vida. A mis 23 años tenía mucha hambre de mundo. La idea de lanzarme a una gran aventura llevaba tiempo incubando en mi cabeza, incluso sin que yo lo supiera. Por eso, cuando terminé mi carrera y llegaron las primeras vacaciones del que era también mi primer empleo, supe que había llegado el momento. Por fin se daban las condiciones perfectas: tenía tiempo libre y algo de dinero ahorrado, ya no había "peros" más allá de mis propios miedos... y yo nunca he dejado que ellos decidan por mí. Durante semanas busqué proyectos en los que colaborar y así fue cómo me tropecé con una pequeña escuela en una aldea remota que además acogía a niños huérfanos. Me gustó, en seguida supe que era para mí y les envié una solicitud para trabajar como voluntaria en aquel precioso proyecto. Recuerdo el día que recibí su respuesta. Me confirmaban que me habían aceptado y me recibirían encantados. Lo primero entonces fue buscar exactamente dónde se encontraba Ghana, porque no era capaz de situar aquel país en el mapa, y lo hice con los dedos temblando de emoción. En aquel momento no tenía ni idea de que aquello sería el principio de todo. Y también el fin. Porque la Bianca que se subió a aquel avión rumbo a lo desconocido (acompañada por sus miedos, porque que no les permitiera decidir no significa que no se empeñaran en acompañarla), ya nunca regresó. Aquella Bianca se perdió por algún lugar del camino, no sabría decir exactamente dónde, pero lo que es seguro es que nunca regresó. Fue otra persona quién lo hizo en su lugar. Alguien con el mismo aspecto, el mismo nombre, incluso la misma ropa... pero con una sonrisa distinta. África me transformó. Lo hizo por las bravas, sin delicadeza ni pedir permiso. Viajé sin saber lo que me iba a encontrar... y ocurrió que me encontré a mí. Y ese es el mayor regalo que nadie nunca me vaya a hacer. Por eso África siempre será mi segundo hogar. El que me vio (re)nacer. Y yo hoy celebro su día sabiendo que aún pasará mucho tiempo hasta que pueda volver a pisar esa tierra roja con olor a humo, pero tampoco tengo prisa. Sé que cuando por fin lo haga, ella me recibirá con el mismo cariño de la primera vez... y yo me sentiré como si nunca me hubiera marchado.
Por Bianca Aparicio Vinsonneau 18 may, 2020
Seguro que últimamente tú también has notado algunos cambios. Y es que cuando todo cambia a nuestro alrededor, ¿cómo no íbamos a hacerlo también nosotros? ¿No dicen eso del ser humano, que nos adaptamos a todo? Pues en eso mismo estamos: en adaptación. Una de las cosas que he notado de mi reciente "evolución" es que para mí las pequeñas cosas se han convertido en las grandes. Por ejemplo, el sonido de los pájaros. Será porque hay menos gente pero en el primer paseo a Kira del día, que suele ser a las 7 de la mañana, me encuentro con un verdadero concierto que me da hasta ganas de aplaudir. Si no lo hago es porque solo serviría para espantar a los gorriones, tórtolas y compañía... y porque tampoco veo necesario parecer aún más trastornada de lo que ya estoy. Otra de las cosas que ahora me importan mucho es el cielo. Sí, el cielo. Ya sé que estaba ahí de antes, pero yo es como si lo acabara de descubrir. También influye que estemos viviendo una primavera como las de antes: con días lluviosos, grises, soleados, tórridos e invernales, todos revueltos y mezclados entre ellos. Ayer me tapaba con la manta y hoy me sobran hasta las chanclas. Así que los cambios en el cielo y en el tiempo se han convertido en algo que me encanta observar y se ha convertido para mí en una especie de sustituto del cine. Podría hacer una lista eterna de estas cositas para las que antes no tenía tiempo, y que ahora son tan importantes en mi día a día. Lo mejor de todo es que creo que ahora es cuando por fin les estoy dando el verdadero valor que tienen... y resulta que he descubierto que se han convertido en pequeñas píldoras de felicidad. ¿Con qué rellenarías tú esas píldoras? Te animo a que esta noche hagas un pequeño ejercicio. Antes de dormir (o en cualquier otro momento de tranquilidad) tómate unos minutos para pensar en cuáles son esas pequeñeces que te rodean y te hacen sentir bien... A veces solo necesitamos tomarnos la molestia de pensar en algo para darnos cuenta de que no era tan insignificante como parecía.
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